La forma correcta de ver cine.

 En una entrevista, a propósito de la promoción de su última película Cerrar los ojos, Víctor Erice dice que una película es para él un “organismo viviente”. Esta definición, continuaba, se había visto obsoleta y pervertida por la evolución de los medios y el sistema televisivo. 



Erice, además de ser uno de los mejores cineastas de todos los tiempos, es, por encima de todo—y a pesar de todo— un cinéfilo empedernido. Es algo que se intuye solo con prestar un poco de atención a su breve pero apasionante filmografía, en la que dedica, de forma elegante y con una profundidad poética sobrecogedora, una cantidad incontable de homenajes y reflexiones sobre el medio. No sería descabellado decir, incluso, que toda la obra del director vasco se sustenta en jugar con el concepto del cine; cómo este se convierte en una herramienta para explorar e influir en eso que llamamos realidad, el paso del tiempo, la memoria, las emociones, y todo aquello que nos constituye como humanos. 

Sin embargo, la oda más notable que realiza Erice al medio de su vida ocurre en La Morte Rouge (2006). En este hermoso soliloquio, narrado por la voz del propio Erice en un tono melancólico, falsamente crepuscular, el director habla de lo que supuso para él su primer acercamiento al séptimo arte y como este cambió su vida para siempre. Para agilizar la lectura de este artículo, querido lector, voy a exentarme de explicar el contenido del soliloquio y a dar por hecho su visionado. En caso de no haber tenido la oportunidad de hacerlo, hágalo antes de continuar la lectura. 

No hay que ser muy listo para darse cuenta de lo mucho que influye esta experiencia en el cine de Erice.  Lo deja más que claro en su ópera prima, El espíritu de la colmena (1973), precuela espiritual de La Morte Rouge, donde Erice cuenta esta experiencia a través de los ojos de una niña ,la pequeña Ana Torrent, que no deja de funcionar como un inocente alter ego del director utilizado para demostrar el poder del cine y como este es capaz de influir en la vida de una manera tan brutal, que hace que las imágenes en movimiento abandonen la ficción para desdoblarse en algo más allá, en una especie de “enfrentamiento” — como lo llamaría Godard — entre realidad y ficción, en el que ambas luchan por ver quién prevalece. Este desdoblamiento en el mundo de Erice solo puede ocurrir cuando viene precedido por la inocencia, por la curiosidad y la pureza de la mirada de un niño incapaz — por su virginidad visual — de aceptar ese pacto del que habla en su soliloquio, el acuerdo inútil al que llega todo espectador experimentado al asumir una distinción entre el mundo de la pantalla y el que habita, olvidando que al igual que todo lo que le rodea, el cine sigue siendo, en esencia, luz y tiempo. 

No puedo evitar acabar con una sensación agridulce después del visionado de La Morte Rouge. En una época como la nuestra, donde las imágenes — y otras basuras que ni siquiera pueden denominarse de tal forma— nos bombardean y estimulan sin ton ni son, cada vez veo más complicado tener una experiencia cinematográfica tan asombrosa como la que describe Erice, mucho menos en la infancia. Miro atrás, con una melancolía de cartón, a un tiempo no vivido, en el que la experiencia poética en el cine se encontraba al alcance de cualquier espectador dispuesto a recibirla. La experiencia cinematográfica, tal como la concebía Erice, parece ahora un lujo lejano, casi irrecuperable. Por eso es tan importante un cine como el suyo, que funciona como un clavo al que agarrarnos para recordarnos — si bien la intelectualización también es importante — lo esencial de mantener ese espíritu curioso y puro de la infancia a la hora de ejercer de espectadores, para así poder ser capaces de rozar esa epifanía, de volver a la época del Kursaal, y vislumbrar, — aunque sea por un instante, a Frankenstein en el reflejo del lago. 

 Escrito por Bruno Carranque Gómez.


. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

RECORDAR ES GRATIS: Un muy breve análisis de Días del cielo (1978)

FESTIVAL DE MÁLAGA 2025: DÍAS 14 Y 15